La campaña proselitista en Estados Unidos nos brinda sobrados metamensajes del mundo por venir. No ya lo que vaticinan las encuestas, ni los nuevos bríos que la aparición estelar de Kamala Harris, como candidata, viene de darle a la lucha por el voto. Podemos detenernos en el monto recaudado por los demócratas para sostener la postulación de la vicepresidenta: 310 millones de dólares en julio, contra 138 millones en el campamento de Donald Trump, un reaccionario sin sorpresas y, paradójicamente, sin problemas de billetera. Síntoma del entusiasmo de la progresía en el corazón del “Imperio”, sostienen los analistas a la luz de los hechos. Habría que darse a la labor de saber si ese “entusiasmo” no es impulsado, también, por el complejo industrial militar, aceitado al extremo, en tiempos como estos, donde se viene globalizando lo poco que queda por globalizar: la guerra.
La ofensiva ucraniana sobre Moscú y la inevitable respuesta rusa en su momento, el ataque de Israel al Líbano y las nuevas promesas de Hamás para que todo sea “ojo por ojo”, muestran a las claras las razones de ese “entusiasmo”. Basta con dirigir la mirada a Yemen y a otros enclaves africanos para comprender que el tiempo de regar el planeta de sucursales de Mc Donald’s quedó en la historia. Ahora las menguadas energías imperiales que muestra Estados Unidos parecen dedicadas a diseminar la guerra allí donde los recursos estratégicos o los geopolíticos lo ameriten.
Material para llegar a esa conclusión es lo que sobra. Harris logró enternecer la campaña, pero no nos permite olvidar que el presidente, Joe Biden, a lo largo de su dilatada carrera legislativa supo levantar hasta sus dos manos en apoyo a cada intervención militar de Washington: desde la invasión a Panamá, pasando por la Guerra de Golfo o cuanta incursión armada llevaran adelante las tropas estadounidenses en Oriente Medio, allí estaba el apoyo de Biden y de buena parte de los demócratas.
Entre los aliados, ahí está el presidente francés, Emmanuel Macron, azuzando a sus vecinos europeos contra Rusia, o el flamante “neoperonista” español Pedro Sánchez, manteniendo reuniones con líderes de la industria militar para mejorar la producción en épocas de alta demanda del sector.
Todo en tiempos de descomposición democrática y de la imparable agonía de las ideologías como se las concebía otrora. Con los sectores más conservadores intentando, por momentos, discursos más nacionalistas, y un progresismo que terminó sucumbiendo ante los espejismos que los globalistas le fueron colocando en el camino desde la caída del Muro en 1992. Se fascinaron tanto con la agenda 2030, cuyo copyright se le suele reconocer al grupo Bilderberg (compuesto por los 130 apellidos más influyentes del mundo), que a nadie extraña hoy que el socialismo del siglo XXI refuerce su faz totalitaria (como puede observarse en Venezuela) y buena parte del progresismo se abone al belicismo sin repasar mucho su historia y la de la humanidad.
Mientras la confusión de eso que alguna vez se llamó “izquierda” parece ser letal, mientras los Javier Milei y Georgia Meloni se esperanzan con buenas cosechas de esa suerte de antihéroes gritones para administrar eso que se conocía como política, además de la renovada algarabía de Harris, los Clinton y los Obama, se oye cada vez con más fuerza el rugido de los tambores de una guerra a la que poco le falta para que se diseminarse por distintos puntos del globo. Y todo ello con la participación estelar de esa nueva corriente que se viene gestando con prisa y sin pausa: el progresismo bélico.
La trampa invisible (I)
Por Roberto López
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