Annabell Guerrero es abogada especializada en la defensa de grupos vulnerables, incluyendo mujeres víctimas de violencia, personas con enfermedades catastróficas y adolescentes infractores. Se ha de desempeñado como asesora parlamentaria y asesora en la Defensoría del Pueblo del Ecuador. Es vicepresidenta del Colegio de Abogados y Abogadas de Pichincha y directora del Observatorio de Género y Diversidad de este gremio.
La dolorosa noticia del femicidio de la subteniente del Ejército, Pamela Ati, estremeció a sus familiares y al país en general; su padre denunció que, en un primer momento, la institución buscó ocultar lo que realmente le había ocurrido a su hija en el Fuerte Militar Napo.
En un comunicado oficial se señaló que Pamela Ati habría muerto por “asfixia producida por una obstrucción de vía aérea mientras dormía”; sin embargo, los resultados de la autopsia determinaron que se trató de una muerte violenta a causa de una asfixia mecánica por politraumatismo.
Esto encendió las alarmas de los familiares de la subteniente Ati, así como de las organizaciones que velan por los derechos de las mujeres, quienes reclaman el esclarecimiento de los hechos y la sanción a los responsables.
Un hecho probado —a modo de punto de partida— es que el poder político también ha contribuido a esta cultura de silencio e impunidad que protege a las Fuerzas Armadas y que ha evitado, a cualquier costo, interpelar las graves violaciones a los derechos humanos, en las que ha incurrido la institución castrense a lo largo de la historia.
Las mujeres que forman parte del Ejército a menudo enfrentan una doble victimización: primero, al sufrir el acto de violencia; y, segundo, al enfrentarse a un sistema que las criminaliza, las silencia y protege a los perpetradores. Es decir, enfrentan múltiples riesgos debido a la naturaleza misma de la institución, que prioriza la lealtad interna, o el llamado [espíritu de cuerpo], por encima de la transparencia y la justicia. Se estima que muchos casos no se denuncian debido al temor a represalias.
Numerosos testimonios de mujeres en las Fuerzas Armadas destacan el riesgo que enfrentan al denunciar la violencia de género. Existen casos en los que reportan haber sufrido represalias, desde el repudio social hasta la obstaculización de sus carreras.[i] Esta situación desincentiva a las víctimas a hablar, lo que perpetúa la invisibilidad del problema y permite que los agresores continúen sin ser sancionados.
Por otra parte, los superiores encargados de investigar y sancionar estos actos en el ámbito administrativo pueden tener conflictos de interés, ya que su carrera puede depender del mantenimiento de una supuesta imagen de disciplina o de su relación con los agresores.
Así también, las denuncias en el ámbito administrativo son sustanciadas internamente por el mismo cuerpo al que pertenece el o los investigados. Esta falta de independencia y transparencia lleva a situaciones que perpetúan la impunidad, lo que en muchos casos implica que los responsables de actos de violencia de género continúen en la institución, como si nada hubiera pasado.
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