La invasión a la embajada de México en Quito, para devolver a la cárcel a un prófugo de la justicia, provocó un choque de reyes. Ambos, el rey del norte y el rey del sur, dotados de un alto sentido de la autoridad, incapaces de sufrir una derrota, con amplio respaldo popular y justamente indignados, ambos, por la pretensión del otro de causarle una humillación letal.

El rey del sur no podía ni concebir, peor permitir, que el rey del norte acogiera al prófugo y se lo llevara, furtivamente, a su país, donde protege a media docena de acusados de corrupción. (¡Pretendían robarle los huevos al águila en pleno vuelo!). Una herida letal porque hubiera confirmado la sospecha de un acuerdo de impunidad.

El rey del norte no podía concebir al atrevimiento de invadir su embajada para capturar a su protegido que estaba listo para embarcarse en sus aviones. ¡Ni sus poderosos enemigos habían podido humillarle de tal manera! Una herida letal porque le dejaba descolocado ante los carteles y ante los socios del sindicato internacional de la izquierda populista.

Se trataba de un impasse que solo podía ser resuelto a nivel de monarcas. El rey del sur estuvo dispuesto a viajar para encontrarse con el rey del norte. El rey del norte bloqueó esa posibilidad diplomática y echó más leña al fuego, poniendo en duda la legitimidad de la elección y la autoridad de su adversario.

Los esbirros del rey del norte quieren facilitarle la venganza, pasando por encima incluso de la lealtad a su propia nación, con el juicio político a la ministra de Relaciones Exteriores. No tienen los votos suficientes, pero, expertos en careos, querían someterle a una confrontación con la escuadra diplomática mexicana: canciller, embajadora y ministro.

Por suerte el plan se vino abajo porque no aparecieron los mexicanos. La ministra de Relaciones Exteriores iba a morir arrollada por dos trenes que venían en sentido contrario. Los interpelantes pueden ser arrollados por el pueblo ecuatoriano, por traidores a la patria.