Desde que el Proyecto Genoma Humano se dio por concluido en 2003, los científicos han tratado de localizar nuevas regiones entre los 3.000 millones de letras de nuestro código genético que puedan desempeñar un papel crítico en las enfermedades.
Con la ayuda de tecnologías que permiten analizar muestras del genoma completo de forma más rápida y barata que nunca, se ha publicado un gran número de estudios de asociación del genoma completo –denominados GWAS en inglés– que identifican variantes genéticas vinculadas a distintas enfermedades crónicas.
Para muchos genetistas, esto ha resultado ser lo más fácil. Lo difícil ha sido comprender su relevancia. Por ejemplo, aunque los GWAS han identificado segmentos de ADN asociados a la enfermedad inflamatoria intestinal en 215 sitios cromosómicos diferentes, los científicos sólo han podido determinar los mecanismos exactos implicados en cuatro de ellos.
Uno de los mayores retos es que muchos de estos fragmentos de ADN se encuentran en los llamados desiertos genéticos, franjas del genoma que parecían no contener nada relevante, “basura” genética que podía desecharse. Menos del 2% del genoma humano se dedica a codificar genes que producen proteínas, mientras que gran parte del 98% restante carece de significado o finalidad evidentes.
“Se dirá: ‘Oh, aquí hay una asociación importante y aumenta el riesgo de muchas enfermedades diferentes'”, afirma James Lee, un científico clínico que dirige un grupo de investigación en el Instituto Francis Crick de Londres. “Pero cuando se examina ese fragmento de ADN, no hay nada”.
“El responsable central de la inflamación”
Durante muchos años, los desiertos genéticos han sido una de las áreas más desconcertantes de la medicina, pero los científicos están consiguiendo poco a poco acumular información sobre su aparente finalidad y sobre por qué existen.
Hace poco, Lee y sus colegas del Instituto Crick publicaron una nueva investigación sobre un desierto génico concreto conocido como chr21q22. Los genetistas conocen este desierto genético desde hace más de una década, porque está asociado con al menos cinco enfermedades inflamatorias distintas, desde la enfermedad inflamatoria intestinal (EII) hasta una forma de artritis espinal conocida como espondilitis anquilosante. Sin embargo, siempre ha sido difícil descifrar su función.
Por primera vez, los científicos del Crick han podido demostrar que el chr21q22 contiene un potenciador, un segmento de ADN que puede regular genes cercanos o lejanos, siendo capaz de aumentar la cantidad de proteínas que producen.
Lee se refiere a este comportamiento como “un dial de volumen”. Al profundizar en el estudio, descubrieron que este potenciador sólo está activo en los macrófagos, unos glóbulos blancos de la sangre, en los que puede aumentar la actividad de un gen poco conocido hasta ahora, el ETS2.
Aunque los macrófagos desempeñan un papel vital en la eliminación de células muertas o la lucha contra microorganismos dañinos, cuando el organismo produce demasiados pueden causar estragos en enfermedades inflamatorias o autoinmunes, inundando los tejidos afectados y segregando sustancias químicas nocivas que los atacan. El nuevo estudio ha demostrado que cuando se potencia el ETS2 en los macrófagos, se potencian casi todas sus funciones inflamatorias.
Lee lo describe como “el responsable central de la inflamación”. “Hace tiempo que sabemos que debe haber algo en la cúspide de la pirámide que indique a los macrófagos que se comporten así”, afirma. “Pero nunca supimos qué era. Lo más emocionante es que si podemos atacarlo de alguna manera, podríamos tener una nueva forma de tratar estas enfermedades”.
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Nuevos tratamientos para los pacientes
Pero si los desiertos genéticos son capaces de causarnos tanto daño, ¿por qué están en nuestro ADN?
Rastreando en el tiempo, los colegas de Lee del Laboratorio de Genómica Antigua del Crick pudieron demostrar que la mutación causante de la enfermedad en la región chr21q22 entró por primera vez en el genoma humano hace entre 500.000 y un millón de años. Este cambio concreto en el ADN es tan antiguo que incluso estaba presente en los genomas de los neandertales y de algunos antepasados del Homo sapiens.
Resulta que su función original era ayudar al organismo a combatir agentes patógenos extraños. Antes de que se inventaran los antibióticos, era muy útil poder activar una mayor respuesta inflamatoria a través del gen ETS2. “En las primeras horas tras la aparición de una bacteria, la respuesta de los macrófagos se dispara”, explica Lee.
En consecuencia, bloquear por completo la ETS2 podría dejar a los pacientes con EII vulnerables a futuras infecciones. Sin embargo, Lee afirma que cuando su actividad se reduce entre un 25% y 50%, se provoca un profundo efecto antiinflamatorio, sin correr el riesgo de inmunodeprimir demasiado al paciente.
Aunque esta teoría aún no se ha puesto a prueba en ensayos clínicos, los investigadores demostraron que los inhibidores de MEK –una clase de fármacos contra el cáncer que pueden amortiguar la señalización del ETS2– eran capaces de reducir la inflamación no sólo en los macrófagos, sino también en muestras intestinales tomadas de personas con EII.
Esto parece representar una nueva vía hacia una clase de tratamientos novedosos para los pacientes con EII. “Algunos de estos fármacos inhibidores de MEK tienen efectos secundarios, y lo que intentamos ahora es hacerlos más selectivos y seguros, de modo que, en el caso de enfermedades crónicas como la EII, podamos ofrecer a los pacientes un fármaco capaz de desactivar el proceso inflamatorio y mejorar su estado de salud”, afirma Lee.
Ahora los investigadores del Crick están centrando su atención en las otras cuatro enfermedades que se han relacionado con el desierto genético chr21q22, para ver si alterar la actividad del ETS2 también puede ayudar a aliviar el exceso de inflamación que parece impulsar las afecciones.
“Una de las más importantes es una enfermedad inflamatoria del hígado llamada colangitis esclerosante primaria“, explica Lee. “Es una enfermedad especialmente desagradable porque puede causar insuficiencia hepática y hacer que las personas necesiten un trasplante. También puede tener un riesgo mayor de provocar cáncer de hígado en personas jóvenes. Y por el momento no hay ningún fármaco que haya demostrado su eficacia, hay muy poco que ofrecer a los pacientes”, afirma.
Del cáncer al lupus
Los científicos también predicen que el estudio de los desiertos genéticos aportará información vital que ayudará a mejorar nuestra comprensión de las diversas vías implicadas en el desarrollo de tumores.
Por ejemplo, los investigadores del cáncer han identificado un desierto de genes llamado 8q24.21 que se sabe que contribuye al cáncer de cuello de útero, ya que el virus del papiloma humano, principal causante de la enfermedad, se incrusta en esta parte del genoma.
Al hacerlo, el virus potencia un gen llamado Myc que es un conocido impulsor del cáncer. Los estudios sugieren que la conexión entre 8q24.21 y Myc también puede desempeñar un papel en varios tipos de cáncer de ovario, mama, próstata y colorrectal.
Richard Houlston, del Instituto de Investigación Oncológica de Londres, afirma que en los desiertos de genes se han encontrado diversas variantes genéticas que se ha determinado que contribuyen al riesgo hereditario de muchos cánceres comunes. El conocimiento de estos genes permitirá descubrir fármacos y prevenir el cáncer.
Sin embargo, Houlston señala que es más difícil traducir estos conocimientos en nuevas terapias para el cáncer que para la EII, porque los tumores no son objetivos estáticos, sino que evolucionan con el tiempo. “Este es el reto. ya que en el caso de la enfermedad de Crohn y otras afecciones intestinales no se produce esa evolución”, afirma.
Lee confía en que el trabajo del Crick sobre la EII sirva de modelo para que los investigadores encuentren nuevas formas de entender las vías implicadas en todo tipo de enfermedades autoinmunes e inflamatorias.
Los científicos del instituto investigan ahora otros desiertos genéticos que se han asociado a afecciones como el lupus, enfermedad en la que el sistema inmunitario daña los tejidos del organismo, provocando síntomas como erupciones cutáneas y cansancio.
Otros centros de investigación de todo el mundo, como la Universidad de Basilea (Suiza), también están estudiando cómo las mutaciones hereditarias aisladas en los desiertos de genes podrían provocar algunas enfermedades genéticas raras. Hace tres años, los científicos de Basilea descubrieron cómo una de estas mutaciones podía provocar que los bebés nacieran con malformaciones en las extremidades debido a sus efectos reguladores sobre un gen cercano.
Lee predice que comprender las funciones de los desiertos de genes ayudará en última instancia a mejorar el proceso de desarrollo de fármacos. “La fabricación de nuevos fármacos para estas enfermedades es infructuosa”, afirma. “Sólo un 10% de los fármacos que se someten a estudios clínicos se aprueban al final, de modo que el 90% de ellos fracasan porque no mejoran la salud de los pacientes. Pero si se sabe que el fármaco que se va a desarrollar está dirigido a una vía apoyada por la genética, las probabilidades de que se apruebe son al menos entre tres y cinco veces mayores”.
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