Ivone tiene 25 años y la piel oscura. Vive debajo de un puente con su marido, sus dos hijas de 2 y 4 años, y su hijo de 1 año, al que da el pecho sentada en un sofá en la acera. Desde 2019, duerme en una casa en la que las paredes son tablones y el techo es el viaducto de una autovía: la Radial Este a la altura de Brás, un barrio de clase media muy cerca del centro de São Paulo. Ella nació en la Zona Sur y llegó a Brás con 12 años, acompañando a su madre. “Dormía en una pensión ocupada y también en la calle. Aquí ahora vivimos unas 200 familias con 20 niños. Hemos ocupado la pista de tenis de al lado para tener cocina, baño y una despensa donde guardar las donaciones de alimentos. Esta comunidad empezó hace unos diez años, pero el Ayuntamiento nos quiere echar desde la pandemia, supongo que porque están construyendo torres de vivienda en esta calle”, dice a El País de España.
En el kilómetro que mide la calle Piratininga, hay decenas de naves industriales en las que se vende maquinaria industrial. Al menos cinco son ahora iglesias evangélicas, muy abundantes en la Zona Este de São Paulo. Asoman grúas que levantan edificios de viviendas, como las del futuro condominio privado Palace de la constructora Lavvi, que promete “ocio completo en una torre de 37 pisos”, en un cartel con la imagen de una piscina con agua más azul que el cielo.
Ivone no puede acceder a esos apartamentos que construyen al lado de donde vive y tampoco se siente acogida por el vecindario. “Hay muchas personas que no quieren que estemos aquí. Nos miran mal o ni nos miran, y cierran la ventanilla del coche al pasar. Somos humanos también, y cuando no tienes adonde ir la sensación es muy mala. Si además no sabes dónde tumbarte, te desesperas”, cuenta. Y señala al otro lado de la calzada, donde una verja de metal cerca el espacio bajo el puente: “El Ayuntamiento lo ha cerrado para que nadie se instale debajo”. Junto a la valla, tres hombres duermen acurrucados en la acera. “Allí al fondo, en otro tramo de la autovía, el suelo está lleno de piedras puntiagudas”, añade uno de sus vecinos al medio español.
Una ley contra la arquitectura hostil
“Están poniendo piedras bajo los puentes, porque no quieren que los más pobres tengan siquiera derecho a dormir allí”, denunciaba el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, cuando se enfrentaba a su rival Jair Bolsonaro en las elecciones generales de 2022. Se acababa de aprobar la ley nacional contra la arquitectura hostil, esos elementos para que los espacios urbanos no se utilicen de manera indeseada, según quienes los instalan. Pinchos, piedras, barras, redes o vallas que evitan que las personas se tumben, se sienten o simplemente estén. Bolsonaro vetó la ley, pero finalmente el Congreso logró sacarla adelante. Y la llamaron Ley Padre Julio Lancellotti en homenaje al sacerdote católico que coordina la Pastoral do Povo de Rua (Pastoral de la población de calle), que está a dos kilómetros del puente donde vive Ivone.
Hace más de 40 años que Lancellotti defiende a quienes viven en las calles de São Paulo, la ciudad más poblada y rica de Suramérica, donde hay 50.000 personas sin hogar, según el Censo de 2022 del Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística (IBGE). Es un cura incómodo para algunos, que ha ido personalmente a romper las piedras instaladas bajo un viaducto y que en sus sermones les dice a sus fieles que ir a la iglesia no humaniza, que lo que se debe hacer es ayudar al prójimo. “Una ciudad que tiene muchos hospitales, es porque el pueblo está muy enfermo. Una ciudad que tiene muchas iglesias, es porque el pueblo es muy deshumano”, afirma rotundamente. Y recuerda que, aunque en São Paulo haya miles de centros religiosos y cerca de 6.000 iglesias evangélicas, es una ciudad cruel en la que cada vez más personas duermen en la calle.
Con 75 años, el párroco lucha enérgicamente contra la aporofobia, el miedo a los pobres, y defiende el derecho a la vivienda y a la ciudad. Utiliza asiduamente la red social Instagram, donde tiene más de dos millones de seguidores, para denunciar la arquitectura hostil, que considera inhumana. “Instalan piedras, pinchos, lanzas, o mojan el suelo con agua o aceite, en vez de dar soluciones humanizadoras y acogedoras”, concluye en tono enfadado, y recalca que ese tipo de dispositivos “antimendigo” —como los llama— son además un riesgo para la ciudadanía en general.
El ballet de la acera
A mediados del siglo XX, durante la explosión demográfica de muchas ciudades americanas, se impusieron proyectos higienistas de renovación urbana en los que se promovía el control social en las calles y soluciones arquitectónicas que favorecen el uso de automóvil, pero que son hostiles para ciertos grupos de población como la infancia, las mujeres, las personas de edad avanzada, con movilidad reducida o sin hogar. En pleno auge de la ciudad moderna con su apología de la segregación de usos en las calles, urbanistas tan influyentes como la canadiense Jane Jacobs -que actuó principalmente en Nueva York y que es autora del conocido ensayo Muerte y vida de las grandes ciudades-, confrontaban esa manera de diseñar el espacio urbano.
Defendían que una ciudad viva y atractiva es la que puede ser usada por toda la ciudadanía; es caminable, sus calles sirven para muchas cosas y las personas las transitan, convirtiéndolas en espacios útiles, agradables y seguros. “La intrincada mezcla de usos diversos (urbanos) en las ciudades no es una forma de caos. Por el contrario, representa una forma compleja y altamente desarrollada de orden”, afirmaba Jacobs, que comparaba las calles con un ballet: “No una danza precisa y uniforme en la que todo el mundo levanta la pierna al mismo tiempo, gira caprichosamente y hace la reverencia en masa, sino un intrincado ballet donde cada uno de los bailarines y los conjuntos tienen papeles diversos que milagrosamente se refuerzan mutuamente y componen un conjunto ordenado”.
Pero la mayoría de las grandes ciudades americanas no siguieron esa deriva. Como São Paulo, donde las calles están más pensadas para los automóviles que para las personas. Aunque, paradójicamente, uno de sus iconos es el MASP (Museo de Arte Moderno), un edificio que genera espacio público democrático en la Avenida Paulista, una de las principales arterias de la ciudad. Fue proyectado por la arquitecta italobrasileña Lina Bo Bardi e inaugurado en 1947. Parte del museo cuelga de una estructura de pilares de hormigón pintados de rojo, en un gesto radical que deja libre la planta a nivel de calle. La decisión de la arquitecta genera una plaza cubierta por un vano de 70 metros que da continuidad al espacio público. Bajo su sombra se desarrollan todo tipo de actividades: cine al aire libre, espectáculos, reuniones varias, venta de artesanía y concentración de las grandes manifestaciones públicas, como la celebración de la victoria de Lula en las generales de 2022 o el reciente acto convocado por Bolsonaro en febrero de 2024. Y ahora, con la fuerte crisis habitacional que vive la ciudad, algunas personas pasan allí la noche. Como Antonio, que se desplaza en su silla de ruedas con cierta dificultad por el adoquinado de la plaza.
Urbanismo ciudadano en Latinoamérica
A pesar de la falta de urbanismo de calidad y de seguridad pública en la mayoría de ciudades latinoamericanas, en general el espacio público se utiliza de manera más democrática y espontánea que en lugares como Europa o Estados Unidos. Pero es la región más desigual del planeta y eso se refleja en sus calles, que varían mucho de un barrio a otro. La mayoría no son acogedoras porque no cuentan con instalaciones y servicios básicos, como una buena pavimentación, drenaje de agua, mobiliario urbano, señalización, iluminación, recogida de basura, transporte público o vegetación.
En respuesta a la falta de cuidado de los espacios públicos latinoamericanos, que son hostiles para muchas personas, surgen iniciativas para fomentar un diseño urbano inclusivo y democrático. Como el evento internacional Insurgências: Experiencias desde el Espacio Público, celebrado en Río de Janeiro en septiembre de 2023, en el que se presentaron decenas de proyectos para hacer las ciudades latinas más amables, evitando el urbanismo y la arquitectura hostiles. “Como insurgencia entendemos cualquier intervención para transformar el espacio urbano de manera táctica, puntual, colaborativa y de alto impacto. Puede ser temporal o permanente, material o inmaterial, local o regional”, explican Adriana Sansão y Lucía Nogales, las arquitectas coordinadoras del evento.
Nogales es española, pero desarrolla gran parte de su actividad en Perú, donde dirige la organización Ocupa Tu Calle, que promueve el urbanismo ciudadano como alternativa al modelo de diseño y planificación impuesto. “El urbanismo ciudadano integra el conocimiento técnico con el de quienes habitan las ciudades. Nace desde las iniciativas y dinámicas de las personas, se diseña pensando en su diversidad y promueve que la ciudadanía participe en todos los niveles de toma de decisiones. Pero no podemos hacerlo solas, queremos que los gobiernos se apropien de esta política para crear ciudades más justas, inclusivas y equitativas”, afirma. Ocupa Tu Calle ha participado junto al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y Ciudades Comunes (Argentina) en la publicación Urbanismo ciudadano en América Latina: superlibro de acciones cívicas para la transformación de las ciudades, que incluye una recopilación de 76 casos exitosos de 38 ciudades de la región.
Hace una década que en las ciudades latinoamericanas se practica el urbanismo ciudadano, pero que trascienda a las políticas públicas y se extienda es un proceso lento en el que es necesario un cambio de paradigma: que las personas, con toda su diversidad, sean las protagonistas de los espacios públicos.
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