Alguien llora de hambre bajo un techo derrumbado. Alguien más, desde su escritorio, discute si eso merece ser llamado genocidio. Hay niños que mueren de inanición lentamente y adultos que analizan si nombrar su muerte es un acto político adecuado. Vivimos una época en la que todo se debate, incluso lo que debería desgarrar sin matices. La matanza se estetiza, el exterminio se justifica y el horror se transforma en campo semántico. Y mientras tanto, Gaza arde, Ucrania sangra, el planeta se calienta y la humanidad se convierte en espectadora distraída de su propio derrumbe.
¿Cómo llegamos aquí? ¿En qué momento la verdad se volvió una opción de consumo? La abundancia de información no ha traído claridad, sino confusión. La mentira ya no necesita esconderse: se presenta como versión alternativa. Y en esta disgregación implacable, cada hecho se somete a disputa, cada imagen se disuelve en sospecha, cada crimen se relativiza según su emisor. Todo puede ser manipulado, reeditado, refutado. Incluso la muerte.
Hay pueblos sacrificables y cadáveres que no indignan. El lenguaje ha sido colonizado: términos como genocidio, antisemitismo —que curiosamente ya no abarca a todos los pueblos semitas—, terrorismo, libertad, han dejado de designar realidades concretas, para convertirse en instrumentos de legitimación del poder. El sentido es desplazado, reconfigurado, instrumentalizado. Y con él, se desvanece la brújula moral que debería orientarnos.
La inteligencia artificial, las redes sociales, los medios alineados al poder: todo contribuye a esa ilusión de verdad personalizada. ¿Qué queda de lo real cuando incluso el sufrimiento se convierte en contenido disputado? La humanidad, enfrentada a su propio espejo, parece incapaz de reconocerse. No hay camino claro, no hay refugio ideológico, no hay certezas. Solo un largo pasillo de dolor administrado, de indiferencia protocolaria, de cinismo político.
Mientras la interconexión global alcanza su cima, la moral común se dispersa en retazos de indiferencia y antagonismo. Se debate si el cambio climático es real, si Gaza vive un genocidio, si ciertos hechos son verdades o ficciones. Quizá el reto más urgente no sea solo frenar bombas o incendios, sino rescatar la capacidad humana para reconocer al otro como sujeto de derechos y valor intrínseco. Sin ese reconocimiento, la “verdad” será siempre un cadáver mutilado en manos de quienes deciden qué historias valen ser contadas y cuáles quedan en el olvido.
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