La democracia funciona gracias a un equilibrio delicado entre principios y voluntades. Principios como la representatividad, el Estado de Derecho o la libertad de expresión se combinan con la voluntad de actores políticos y ciudadanos para cumplirlos y exigir su cumplimiento. No es un sistema perfecto. No en vano Churchill decía: “es la peor forma de gobierno, con la excepción de todas las demás que se han probado”. Lo preocupante es que hoy, con creciente frecuencia, se usa a la propia democracia para destruirla desde dentro.
Una de las formas de hacerlo es distorsionar sus principios para concentrar poder y debilitar el sistema de pesos y contrapesos, pilar básico de toda democracia. Un ejemplo reciente en América Latina es la elección popular de jueces en México. Tras una polémica reforma, los ciudadanos votaron por jueces de todas las instancias, eliminando la carrera judicial y sus requisitos técnicos.
En una democracia liberal, la justicia debe ser independiente de los poderes representativos: Ejecutivo y Legislativo. Un juez no es un representante del pueblo, sino un funcionario técnico que resuelve conflictos con base en la ley, los precedentes y su conocimiento especializado. No responde a ideologías ni a votantes: responde a la norma y a la justicia. Por eso, su elección debe basarse en méritos, no en votos.
El voto popular no es adecuado para cargos judiciales, porque su función no se basa en representatividad, sino en garantizar el acceso a una justicia imparcial. Exponer ese principio a la politización —o incluso a la infiltración del narcotráfico, como temen muchos en México— no es democratizar, sino poner en riesgo el sistema. Si a esto sumamos que menos del 20% del padrón votó, el argumento de legitimidad se debilita aún más.
En Ecuador ya vivimos algo parecido con resultados desastrosos. El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social es un claro ejemplo del daño que causa el abuso de principios democráticos mal aplicados. La institucionalidad se distorsiona y la confianza ciudadana se rompe.
Los ataques a la democracia pueden venir tanto de su ultraje como de su abuso. Y, en ambos casos, las víctimas somos siempre los mismos: los ciudadanos. No importa quién lo haga ni con qué justificación.
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