El poder sin calle: de Moreno a Noboa, una política que se mira en Borges

Jun 17, 2025

Por Clemente Pérez N.

Hay momentos en que un país deja de obedecer. No porque se vuelva anárquico, sino porque deja de creer. El Ecuador de hoy, todavía no ha cruzado ese umbral. Tenemos sobrados motivos para mantener la esperanza, precisamente porque sabemos bien lo que ocurre cuando la desconfianza se vuelve mayor que la fe. Ya lo vivimos. Ya sentimos esa herida. Y no queremos repetirla.

En octubre de 2019, el entonces presidente Lenín Moreno estuvo al borde del colapso político. El decreto 883, que eliminaba el subsidio a los combustibles, detonó la mayor movilización indígena del siglo XXI. La capital fue sitiada, el Gobierno se replegó a Guayaquil, y el país entero presenció una batalla campal entre un Estado debilitado y un indigenado estructurado, con claridad de propósito y memoria larga.

Lo que no se puede omitir es que las protestas fueron capitalizadas por el correísmo. No solo fue una revuelta social: fue también una operación política. Con capacidad operativa en sectores sindicales, estudiantiles y comunitarios, el correísmo activó su músculo subterráneo para convertir una crisis sectorial en un cuestionamiento total al régimen. No buscaban corregir el rumbo: buscaban terminar con Moreno. Y casi lo logran.

Si Moreno fracasó por falta de base, Guillermo Lasso fracasó por falta de alma. Su gobierno fue cuidadoso en lo institucional, pero indiferente en lo popular. Gobernó con amnesia política. Y en política, como en Borges, el orden sin alma es apenas un reflejo sin cuerpo.

Su ministro de Gobierno, Henry Cucalón, fue acaso la última reserva de conducción política seria. Llegó cuando todo parecía perdido. Su talento evitó que su presidente fuera entregado como rehén y humillado como pieza de cambio a una Asamblea prostituida, devorada por el canje y el chantaje. Ejerció, resistió, sostuvo. Fue, como se ha dicho con razón, quien le dio oxígeno a Lasso. Pero era un régimen sin calle, sin calor, sin pueblo, sin bases. Como un último centinela que llega a la puerta de la ciudad cuando la ciudad ya ha sido saqueada.

Y aunque Daniel Noboa se mueve con el estilo y el magnetismo de un caudillo —con gesto firme, narrativa de ruptura y una estética del control— incluso los caudillos más sólidos supieron que no se gobierna solo.

Perón, sus sindicatos. León, Guayaquil, su gran bastión. Correa, sus bases. Lula, los movimientos sociales. Uribe, las redes rurales y la organización ciudadana. Todos entendieron que el poder necesita cuerpo, calle, estructura y lealtades reales.

Noboa, en cambio, carece de todo eso. Su partido no es canal democrático ni columna vertebral. Y eso lo aleja del poder real, ese que no se ve, pero que sostiene. Ese que Borges hubiera descrito como “el poder que no se dice, pero hace temblar las cosas”.

Moreno fue el tecnócrata que quiso reformar sin músculo.

Lasso, el banquero que creyó que la Constitución era suficiente.

Noboa tiene la oportunidad —aún— de convertirse en algo más: el estratega que entienda que el poder sin pueblo es apenas humo. Gobernar no es mandar. Es interpretar el momento. Es ponerle rostro a la angustia colectiva. Es sacar a la gente de la pobreza y devolverle la fe en la República.

León Febres-Cordero lo entendió. Cuando dejó Quito, Guayaquil lo recibió con los brazos abiertos. Gobernó desde el calor de su gente. Supo que su fuerza no residía en las cómodas y acolchonadas sillas de Carondelet, sino en el amor de un pueblo que lo acompañaba entre penurias, esperanzas… y gratitud.

Pudo haberse replegado a El Cortijo, su casa de campo, símbolo de poder. Pero eligió el infierno: se hizo alcalde de la ciudad más desorganizada del país y, desde ahí, no solo salvó a Guayaquil, sino que lideró —para bien o para mal— al país entero. León entendió que la política es calle y servicio.

Él fue el presidente del cuerpo a cuerpo. Y en la política real, no se gobierna desde arriba, ni siquiera desde Quito. Se gobierna desde el estómago.



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