La Constitución de la República del Ecuador otorga el poder a las autoridades de elección popular, como debe ser. Al fin y al cabo, llegaron ahí con un buen porcentaje de la voluntad soberana. O bueno… al menos eso dice el manual. Porque, siendo sinceros, entre el sistema de partidos que más parece un juego de sillas musicales y el desgano generalizado de la ciudadanía, últimamente ganar elecciones es más un asunto de sobrevivir al desinterés que de representar a una mayoría real.
Los Gobiernos Autónomos Descentralizados no escapan a esta lógica. Las últimas alcaldías, por ejemplo, han llegado al poder con menos del 30% del voto popular. Pero claro, ganar es ganar, ¿no? Y una vez posesionado, que no se te ocurra cuestionar, porque “ya el pueblo habló”. Aunque sea un murmullo.
Ahora bien, no se trata de cuántos votos sacaron. El verdadero debate empieza cuando nadie –ni con lupa– puede encontrar razones para sostener su permanencia en el cargo. Cuando las acciones (o la ausencia de ellas) gritan más fuerte que cualquier eslogan de campaña. Es entonces cuando aparecen las revocatorias. Algunas se caen antes de llegar, al no pasar el filtro del contencioso electoral. Pero otras pasan… y ahí, amigo, ya no hay cortina de humo que te salve.
Y aquí entra la parte divertida: ¿cómo se defiende una gestión? Fácil: primero, que la población sea justa (difícil), y segundo, que haya algo que defender. Porque si tienes obras, gestión real, proyectos con impacto… la gente lo piensa dos veces antes de firmar una revocatoria. Nadie quiere sacar a quien de verdad está trabajando. Pero si no tienes nada que mostrar, si tu ejecución presupuestaria da lástima y la ciudad parece en modo “piloto automático”, pues ni los influencers pagados te salvan.
Así que sí, PREOCÚPATE, mijo lindo. Y sal con dignidad por la puerta del frente… antes de que te saquen por la de atrás.
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