La democracia liberal moderna no se sostiene en la buena voluntad de los gobernantes, sino en un andamiaje institucional que impone límites, garantiza libertades y otorga legitimidad. En esa línea de ideas, los partidos políticos no son una molestia del pasado: son la condición de posibilidad de una democracia estable y funcional.
Sin embargo, en América Latina hemos sido testigos del ascenso de una figura corrosiva para la vida democrática: la empresa electoral. Estas estructuras nacen al apuro, sin ideología, sin militancia, sin vocación de permanencia. Solo buscan poner a alguien en el poder para luego desaparecer, dejando tras de sí vacío político e institucional.
Chantal Mouffe recuerda que la política necesita “pasión, antagonismo y horizonte”. Pero las empresas electorales reemplazan la pasión con publicidad, el antagonismo con oportunismo, y el horizonte con encuestas. Como advertía Umberto Eco, cuando el pensamiento se reduce a consignas, el totalitarismo se vuelve posible. En ese sentido, la empresa electoral es el síntoma de una democracia degradada al espectáculo.
Un partido político real nace de una idea compartida, de una visión de país, de la deliberación y el conflicto constructivo. Requiere tiempo, sacrificio, formación de cuadros, y sobre todo, vocación de permanencia. La empresa electoral, en cambio, se comporta como una operación comercial: tiene un producto (el candidato), una campaña de lanzamiento (la elección), y un único objetivo: el poder inmediato.
En Ecuador, esta fragilidad se profundiza por la lógica de enfrentamiento amigo/enemigo que ha infectado la práctica política. El adversario no es alguien con quien debatir, sino a quien destruir. Así, la política deja de ser una herramienta de construcción y se convierte en una guerra permanente, donde los poderes del Estado se usan como armas.
Durante décadas, los ecuatorianos hemos renegado —con razón— de la llamada “vieja política”, de sus excesos, su corrupción y la vergüenza que nos han causado muchos representantes, especialmente en la Asamblea Nacional. Pero esta indignación no justifica la antipolítica ni la destrucción de los canales institucionales. Al contrario, el desafío es reconstruirlos. Fortalecer a los partidos como filtros legítimos del poder es la única forma de evitar que el crimen organizado, el dinero sucio o la demagogia ocupen los espacios vacíos.
Hoy más que nunca, los partidos deben estar vivos, vigentes y operativos. No solo para canalizar el pluralismo y representar intereses, sino para proteger al Estado del narcopoder, del populismo vacío y del colapso institucional.
El caso del movimiento ADN, que ha catapultado al presidente Daniel Noboa, debe ser observado con atención crítica pero también con esperanza. Está en una encrucijada similar a la que enfrentaron partidos tradicionales de nuestro país como el Partido Social Cristiano, la Izquierda Democrática, la Democracia Cristiana e incluso la Revolución Ciudadana. Estos partidos, pese a sus virtudes y defectos, lograron construir estructuras políticas sólidas, una identidad clara y un proyecto colectivo con arraigo nacional. ADN puede seguir esa ruta institucional, rescatando valores, consolidando militancia y articulando una visión de país, o diluirse en la lógica efímera de la empresa electoral, como otras fuerzas que han desaparecido tras una sola elección.
Esta elección no es solo de un partido o un movimiento, sino del destino de la democracia ecuatoriana. Porque la política no es un producto ni la democracia un mercado. Sin partidos políticos fuertes y coherentes, no hay verdadera representación ni gobernabilidad. Y sin política, la democracia simplemente no existe.
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