Recuerdo que cuando alguien a quien quería mucho me propuso para dirigir el área de Comunicación de una entidad pública—una institución plagada de abogados—no imaginé que sería el mayor reto de mi carrera: aprender a cuidarme las espaldas, tanto de los de afuera como, sobre todo, de los de adentro.
En ese lugar hice amigos entrañables, pero también me gané enemigos. Enemigos que ni siquiera sabían cómo me llamaba, pero que obedecían, con la lealtad de un ejército de chihuahuas, a un gran abogado de la casa. Muchos de esos chihuahuas eran mujeres: abogadas jóvenes, brillantes, pero cuando este prócer del derecho mandaba un mensaje por WhatsApp, salían en tropel a ladrar, a morder, a hacer escándalo.
No había pasado ni una semana desde que asumí el cargo, y ya tenía una campaña en Twitter pidiendo mi cabeza, orquestada por este caballero que creía que yo estaba ahí para servirle a él y a sus intereses.
Constitucionalistas de renombre, abogadas de derechos humanos, un escritor con aires de genio (y otros títulos), y toda una fauna de egos inflados, cuestionaban mi trabajo sin haberlo palpado nunca.
Incluso, en algún momento, este brillante abogado mandó a una periodista joven—manipulable, sin experiencia—para tenderme una trampa: me llamó y me grabó sin avisar, buscando que dijera algo que pudiera perjudicarme a mí o a mi jefe directo. Pero la experiencia, las canas y los años me salvaron de caer. Hoy esa anécdota es una de tantas que usamos para reírnos, con quienes vivieron conmigo ese infierno.
Por eso, cuando la semana pasada vi a una de esas mismas abogadas dando lecciones públicas de sororidad en Twitter, no pude evitar quedarme boquiabierta. La vi enfrentarse, espada en mano, a otra abogada, diciendo que entre mujeres no se atacan, ¡ella!
Ella me atacó a mí sin conocerme!. También atacó públicamente a una amiga mía cuando lideraba el proceso de remoción de un exalcalde. ¿Su argumento? Ninguno, más allá de que era mujer y no estaba del lado “correcto”.
La sororidad, para algunas feministas, tiene letra pequeña. Tiene excepciones, cláusulas escondidas, interpretaciones contextuales. Es tan flexible que parece un Twizzler con problemas de erección: se dobla, se tuerce, se deshace… cuando conviene.
Y sí, todavía conservo los tuits de entonces. Esos donde cuestionaban mi capacidad profesional sin haber cruzado una palabra conmigo, sin conocer ni mi nombre, pero sabían, con certeza, que era mujer.
0 comentarios