Así como las personas buscan reinventarse tras un trauma, las sociedades también aspiran a renovarse, dejar atrás sus errores y construir un futuro mejor. Lo que atrae es la idea del renacimiento: volver a crearse a uno mismo en una versión mejorada. Para una persona, esto puede significar ir al gimnasio, cambiar de apariencia, de trabajo o comenzar a relacionarse con gente distinta. En el caso de Ecuador, esa renovación suele adoptar la forma de una nueva Constitución.
Pero cambiar las normas no soluciona nada cuando los problemas son estructurales. El verdadero problema no son las reglas en sí, sino las personas que no las respetan y quienes se aprovechan de ellas. Si vivimos en un país donde la ciudadanía prefiere que se viole el Estado de derecho para favorecer a los amigos y perjudicar a los “enemigos”, no podremos quejarnos cuando seamos víctimas de estas actitudes.
Una nueva Constitución no genera bienestar por sí sola, especialmente si refleja únicamente los intereses de los grupos de poder que la redactan. Cuando la idea de una Asamblea Constituyente se convierte en una herramienta política para acumular poder o influencia, lo único que obtenemos es un documento hecho a la medida de los gobernantes de turno. Y si, además, se pretende convocar a ese proceso sin respetar las reglas ya establecidas —como quiénes deben representarnos en tan delicada tarea—, aún menos esperanza podemos tener en el resultado. Sería una cruel ironía iniciar un supuesto proceso de mejora reproduciendo precisamente las prácticas de las que decimos querer desprendernos.
Por eso, debemos tener cuidado cuando nos ofrecen refundar el país. Así como un corte de pelo no significa nada si no forma parte de un proceso genuino de transformación personal, una nueva Constitución será solo un ejercicio de pulso político que, además de costoso, generará un caos institucional del que tomará tiempo recuperarse.
Si queremos un cambio, exijamos esa renovación que anhelamos —una que no necesita de una nueva Constitución para concretarse—. Pero también asumamos la responsabilidad de que ese cambio sea real: demandando políticas públicas claras, respeto al Estado de derecho y resultados tangibles. No una falsa promesa de mejora que solo sirva para perder tiempo y recursos, generar grandes expectativas y dejarnos exactamente en el mismo lugar donde empezamos.
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