Papa Francisco. El adiós al líder planetario del peronismo 

Abr 28, 2025

Por José Vales

Envueltos en las muestras de dolor que se vivieron en los últimos días en el Vaticano y en varias capitales del mundo tras el deceso del papa Francisco, estuvo el tiempo del balance de su gestión.  Sus exequias estuvieron acompañadas de un sinfín de análisis sobre su papado en el que la mayoría, salvo excepciones, se abocaron a contemplar sus gestos, sus posiciones y cierta apertura de la Iglesia a lo largo de los últimos 12 años. Obviando, de paso, su principal característica: su peronismo explícito, el que ayuda a entender, tal vez de forma más práctica que cualquier fundamento teológico, las razones de sus aciertos y también de sus errores, en tanto sucesor de Pedro. 

Desde aquel 13 de marzo de 2013, cuando el mundo se sorprendió con un papa sudamericano, Francisco supo poner el acento en los “últimos”, o sea los más pobres, con el mismo énfasis que poco después se dedicó a exponer el largo padecer de los inmigrantes, mientras intentaba lidiar con las férreas peleas domésticas (casos de corrupción y pedofilia, inclusive) puertas adentro de la Santa Sede. Todo un clásico, por lo menos, desde el Concilio Vaticano II (1959).

Su llegada al papado había despertado enormes expectativas en toda América Latina. El entonces cardenal argentino y arzobispo de Buenos Aires era celebrado por todos los gobiernos de la región, salvo por uno: el de Cristina Fernández de Kirchner. Ella y su esposo, y antecesor en la presidencia, habían hecho del cardenal Jorge Bergoglio “el jefe de la oposición”, maltratándolo en cuanta ocasión se les presentase, ya que el exprovincial de los jesuitas en Argentina se ocupaba de remarcar los casos de corrupción del gobierno, o de salir en defensa de algún clérigo, enfrentado al kirchnerismo desde la capellanía del Ejército. 

Desde entonces, o mejor dicho, desde mucho antes, pero en silencio, Bergoglio hacía gala de su predilección por la política. Algo que, en un jesuita, suele brotar más temprano que tarde, aunque en su caso lo fue llevando a la par del evangelio. 

Fue en el 2006, cuando el kirchnerismo impulsaba la reelección indefinida de los gobernadores, cuando él, luego papa Francisco, articuló una jugada maestra. Convocó al obispo emérito de Iguazú (provincia de Misiones), el también jesuita catalán Joaquín Piña, para que encabece la lista de una coalición política para las elecciones de constituyentes que pretendía cambiar la Constitución provincial. 

Con todo el apoyo de la Iglesia y de la oposición al peronismo provincial, logró imponerse y evitar el proyecto reeleccionista, algo que los Kirchner no podían perdonar.

De ahí que la primera reacción de la cancillería argentina, al conocerse el resultado del cónclave, generó una negatividad que había llamado la atención. Fue un llamado del exmisionero salesiano Rafael Correa a la viuda de Kirchner para que entendiera “la importancia para la región en tener un papa latinoamericano”. Recién ahí “la doña” de la política argentina reculó y aceptó la derrota, reconociendo a Francisco como un líder. 

El balance real de su papado recién podrá tener lugar en unos años. Solo cuando pueda verse con más nitidez si esos pilares para adaptar la Iglesia a los nuevos tiempos, como la de bendecir la unión de personas del mismo sexo, o abrirle las puertas a transexuales, se afirmaron como proyecto de cambio o a la menor ventisca conservadora de un nuevo papado se derrumban como un castillo de naipes. 

Lo que sí es posible destacar es la marca de su peronismo congénito en cada acto, en cada declaración, en cada intervención en algún conflicto o en los muchos de sus gestos de corte populista, como el “hagan lío” de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro en agosto de 2013.

Un joven Bergoglio, en tanto jesuita, participó de la militancia en la agrupación peronista Guardia de Hierro, con todo lo que aquello implicó entre el golpe de Estado a Juan Perón y hasta la sangrienta década del 70. En esos años hizo sus estudios de grado donde supo cultivar su otra fe, el peronismo, con la que también gobernó a la Iglesia.

Nada nuevo. El peronismo se fundó con base en la doctrina social de la Iglesia en tiempos del papa Pío XII, Bergoglio no solo ayudó a que ese movimiento se convirtiera en uno de los pocos en el mundo, sino el único, en que uno de sus acólitos superara en importancia internacional a su propio fundador, sino también en que devolvió la doctrina peronista a su seno. 

A sabiendas de que siempre hay una suerte de peronismo para “la cartera de la dama” y otro “para el bolsillo del caballero”, Francisco no se cansaba de recibir a dirigentes sociales, kirchneristas, filoperonistas u ortodoxos del movimiento en la biblioteca vaticana, sin olvidarse de sus amigos liberales o de la derecha más rancia. 

Uno de sus últimos gestos fue el de armarle una reunión a la vicepresidenta argentina, Victoria Villarruel (actualmente distanciada de Javier Milei), con la expresidenta María Estela Martínez de Perón para una foto, que ayuda a despertar a los viejos peronistas encuadrados en un nacionalismo en plena extinción. Amén de asesorarla de cara al futuro. Nada que pueda sorprender a cualquier peronista bien informado o al sociólogo italiano Loris Zanatta, tal vez el hombre que más lo ha estudiado desde ese ángulo.

Si en resultado se lo compara con el papado de Juan Pablo II, de un perfil tan político como el de Bergoglio, al del argentino le faltó más de un hervor. Si se lo mide por el tenor intelectual de sus encíclicas, quedan por detrás de las de Karol Wojtyla y mucho más, incluso, que las de Joseph Ratzinger. Pero es lo que había. El peronismo todo lo tiñe de cierta perturbación, incluso hasta las buenas intenciones.

Como Correa, todos se esperanzaban en “un milagro” para América Latina. No faltaron los argentinos, fieles cultores del “gauchito Gil”, que creyeron que la patria del papa se convertiría en la nueva tierra prometida, pero Francisco, con sus actitudes y sus silencios, les devolvió a los pobres y desesperados del mundo un lugar en la agenda internacional, fue funcional a los gobiernos demócratas y no le dio tiempo de articular estrategias con Donald Trump, ayudó y mucho al propio expresidente ecuatoriano prófugo de la Justicia, al régimen venezolano y al nicaragüense, se reconcilió con la escudería Kirchner, siempre supo colaborar y ponerle el oído a todo lo que llegase de Cuba a través de otros dos jesuitas, los hermanos Fidel y Raúl Castro, aunque esquivó la mejor ocasión de regresar a su país, en plena grieta social y política, para tratar de unir al rebaño.  

¿La razón de esa decisión? Según confidencias de dirigentes peronistas que lo frecuentaban en la humilde Casa Santa Marta —residencia para sacerdotes que visitan el Vaticano— o en su despacho, es que no quería que se lo “utilizase políticamente ni ser factor de discordia” (sic). Un punto en el que un líder que se juega por el cambio, por la transformación de una Iglesia o de su rebaño, debería pasar por alto.

Lamentablemente, tanto los sucesivos gobiernos argentinos y sus dirigentes como el propio pontífice perdieron una posibilidad histórica y única, de generar un clima propicio para iniciar el camino de la recuperación. A decir verdad, esa era la esperanza de muchos y la utopía de otros. Una nueva muestra de que esa tierra está abonada a la frustración y a un peronismo como doctrina política que ahora viene de perder a su líder planetario.



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