Con la muerte de Jorge Mario Bergoglio, el mundo católico entra en una nueva etapa. El Papa Francisco, considerado por millones como el representante de Dios en la Tierra, deja vacante el trono más alto de la Iglesia. Ahora, todos los ojos están puestos en el Vaticano, donde se iniciará el cónclave, el solemne y reservado proceso para elegir a un nuevo pontífice.
Francisco fue el obispo de Roma, título que ha acompañado a todos los Papas desde San Pedro, el primer discípulo que asumió ese rol tras la muerte de Jesús. Aunque en sus inicios el Papa era designado por clamor popular, desde el año 1059, por decreto del papa Nicolás II, son los cardenales quienes tienen la responsabilidad de elegir al nuevo líder espiritual de más de 1.300 millones de católicos en el mundo.
Cuando un Papa muere o renuncia, el Colegio Cardenalicio, compuesto por los cardenales menores de 80 años, se reúne en la Capilla Sixtina para llevar a cabo el cónclave. Allí, en un ambiente de oración, reflexión y estricto secreto, se analizan las necesidades de la Iglesia y del mundo actual.
Cada cardenal emite su voto secreto, escribiendo el nombre del candidato que considera más idóneo. Para ser elegido Papa, un cardenal debe alcanzar una mayoría de dos tercios.
Tras cada ronda de votación, los votos son quemados en una estufa especial. Si aún no hay acuerdo, el humo que sale por la chimenea es negro. Pero cuando finalmente se elige a un nuevo Papa, el humo se vuelve blanco, una señal que conmueve al mundo entero.
Entonces, el elegido es invitado a aceptar el cargo. Si da su consentimiento, elige un nombre papal y se presenta por primera vez ante los fieles desde el balcón central de la Basílica de San Pedro. Su primer mensaje marca el inicio de un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia.
La posterior misa de inicio del pontificado formaliza su papel como guía espiritual de millones. El mundo ahora espera: ¿quién será el próximo sucesor de San Pedro?
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