“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, establece el Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un principio que se desmorona ante la estructura desigual que define nuestra realidad global. En un mundo en el que todos son iguales, como en Rebelión en la granja de G. Orwell, algunos, sin embargo, son más iguales que otros.
La reciente amenaza de Nicolás Maduro de suspender la repatriación de migrantes venezolanos si no se reactiva el contrato con Chevron revela la despiadada lógica de un régimen que ha reducido la vida humana a un simple intercambio económico. El petróleo, recurso clave para su supervivencia política, se convierte en la medida del valor de las vidas humanas, transformando a los migrantes en piezas intercambiables y sacrificables para mantener intactos los intereses de un poder totalitario.
Es irónico, aunque predecible, que mientras miles de venezolanos buscan refugio para escapar de la miseria, el régimen los utilice como peones en su lucha por preservar el control. Estos individuos, verdaderos marginados de la geopolítica, ya no son ciudadanos, sino rehenes de intereses estatales, “personas residuales”, como Zygmunt Bauman los describiría: seres descartados por una economía global que los convierte en recursos de negociación sin ningún respeto por su dignidad. La exclusión de estos parias se ve exacerbada por las políticas de Estados Unidos, que los mantiene atrapados en un limbo, donde ni su humanidad ni su integridad encuentran protección.
Los organismos internacionales, encargados de salvaguardar esos derechos, han perdido poder para frenar las violaciones cometidas a escala global por diversos actores. Los principios universales, esos en los que tanto se fundamenta la diplomacia internacional, parecen ya incapaces de detener las atrocidades. Las palabras pueden proclamar lo sublime; el mundo, en cambio, se rige por otras reglas. ¿De qué sirve la justicia cuando aquellos encargados de protegerla quedan eclipsados por poderes que dictan su curso?
Si la dignidad humana depende de fronteras y pasaportes, ¿qué nos distingue de los tiempos en los que ni siquiera existían derechos proclamados? Hay muchos gritos que escuchar, pero el mundo sigue sordo, aferrado a protecciones simbólicas que no detienen el sufrimiento. Tal vez la historia no se repite ni como tragedia ni como farsa, sino como un eco interminable de promesas rotas.
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