Días de brindis y recogimiento en familia, si no fuera porque la Navidad está teñida de una impronta consumista por donde se la mire. No obstante, una vez cumplimentado con las compras de rigor, o con las penurias de rigor de esa mayoría (porque de felices, estas fiestas no tienen nada), llegará el momento de desear aquello que tanto anhelamos y no podemos plasmar: paz.
Al amor, mejor no abordarlo, ya que los hay de todos los tipos posibles y llegan de distintas formas y por diversas vías, pero la paz, lo que se conoce como armonía en el mundo todo, es una utopía que muchas veces parece irrealizable.
Se la sufre en carne viva, allí donde opera el narcotráfico con las connivencias institucionales necesarias para transformarse en un flagelo indestructible, a lo largo y ancho de nuestro vertiginoso vecindario: Latinoamérica. En cualquier país del tercer mundo, donde la pobreza estructural y la corrupción generalizada conforman una maquinaría perfecta de la muerte, o bien allí donde la guerra lleva un desarrollo sostenido a la espera de que las amenazas cruzadas de Vladimir Putin y cualquiera en Washington, como si se tratara de boxeadores a la hora del pesaje, pasen a otro plano.
La paz está cada vez más lejos. Y los tambores de guerra suenan día a día con más fuerza. Lo vimos esta última semana en Ucrania o en la refinería de Novoshajtinsk, en la región meridional rusa de Rostov. Allí urge un alto al fuego. Todos esperan que Donald Trump cumpla al menos esa promesa de campaña: la de trabajar para poner fin al enfrentamiento armado.
También urge frenar el genocidio en Oriente Medio. Un genocidio que tiene nombre y apellido, Benjamín Netanyahu, pero sobre el cual no existen promesas de Trump, sino compromisos históricos que huelgan cumplirse, como el de seguir apoyando la ofensiva israelí sobre los altos del Golán, sobre el Líbano, donde no se respeta el alto el fuego pactado últimamente, y ver, si ahora que el primer ministro israelí —cuyos delitos no prescribirán por ser de lesa humanidad— acaba de conseguir la caída de Siria, arranca de una buena vez con su mayor anhelo: entrar en una guerra abierta con Irán. Sin importarle mucho, ni a él ni a sus adláteres de Estados Unidos, Gran Bretaña y Turquía, entre otros, por el inevitable desarrollo nuclear de los ayatolás.
Una cosa es Hamás y Hezbollah y otra muy distinta es masacrar a familias enteras, bombardear hospitales y escuelas y un sinnúmero de atrocidades y violaciones a las que buena parte de la comunidad internacional hace caso omiso y un sector minoritario de esta no logra hacerse escuchar.
Tampoco ese, el que Trump cumpla su palabra en el affaire Ucrania-Rusia, un tema que no parece importarle mucho a los jerarcas de la Unión Europea. Si después del 20 de enero Washington determina limitar la ayuda al gobierno de Volodímir Zelenski, los varones de la guerra recluidos en Bruselas ya advirtieron que ellos no dejarán sin asistencia militar y económica a Kiev, a riesgo de que los misiles rusos comiencen a colarse en territorio europeo.
Visto en esos términos, es la proyección de un conflicto bélico global, sin descartar algún otro experimento engendrado en los laboratorios de aquellos que manejan los hilos de “la marioneta universal”, es la apuesta preferida de los analistas geopolíticos para el futuro inmediato. No parecen descansar hasta tanto no logren su cometido de resetear a la humanidad, con el fin de acomodarnos dentro de la nueva era que algunos la llaman poscapitalismo y otros, como exministro de Hacienda griego, Yanis Varoufakis viene de bautizarla como la del tecno-feudalismo.
Entonces, aun cuando levantar la copa o rezar en estos días para brindar o desear la paz pueda parecer cosa de cínicos, este año hará falta repetirlo con muchísima fuerza. En las mesas familiares, en las plazas, en las calles y en cada rincón posible. Nunca estará de más. Al menos para llamar la atención y explorar el milagro de ganar algunas conciencias allí arriba, en la cima del poder, entre aquellos que se siguen esmerando en hacer de este mundo, un lugar extremadamente peligroso.
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