La política ecuatoriana está en un proceso regresivo, privilegia emociones primarias sobre la inteligencia y la razón. Gobernar ya no es comprender cómo funciona la sociedad, analizar sus problemas y pensar en las soluciones; se ha transformado en acumular habilidades retóricas, sino picardías, para hacerle creer a la sociedad que todo va bien.
Los gobernantes no explican los proyectos de ley que pueden ser solo formas hábiles de incrementar las recaudaciones. Los legisladores no debaten los proyectos y, unos y otros, presionan a los jueces para que diriman las discrepancias legales que inventan los asesores como arma política.
El contenido del último proyecto, denominado en plan de chacota “ley antipillos”, no ha sido analizado por nadie; toda la charlatanería se gastó para inducir a tomar partido por la Asamblea o por el gobierno, es decir, por uno o dos debates para negar su aprobación. Resultaron más avispados los asesores del gobierno.
En la superficial discusión han participado políticos, constitucionalistas, medios de comunicación y el pueblo, que termina adoptando opiniones al estilo de las redes sociales: inamovibles, pero arbitrarias; sin fundamento, pero atrabiliarias. Igual que los políticos, los ciudadanos prefieren insultos y descalificaciones antes que razones. Los constitucionalistas también están aprendiendo a descalificar a los adversarios antes de decir su opinión.
Si las discusiones jurídicas tienen esas características, qué podíamos esperar de artistas irreverentes, de sus promotores y de sus detractores. Colgar un muñeco de cartón ha pasado de crítica social a ser acto político y gesto terrorista. Los artistas toman la crítica como censura y barbarie.
Tomar partido por una causa política, sin reflexionar, sin fundamentar racionalmente la decisión, desde los gobernantes hasta los gobernados, es la forma más penosa de renunciar a la razón y a la civilización, es convertir en esclavos, a los gobernados y en caudillos a los gobernantes.
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