En una noche sin testigos y con el reloj corriendo en contra, el hombre que durante más de dos décadas gobernó Siria fue llevado de su tierra sin siquiera una despedida. Bashar al-Assad, el dictador cuyo régimen marcó a fuego al país con un conflicto civil devastador, abandonó Damasco en un avión cuyo transpondedor fue apagado intencionalmente para evitar ser monitoreado. La operación fue tan hermética que, según fuentes, ni siquiera Maher Al-Assad, hermano del déspota, sabía del plan.
Los rebeldes que llegaban del norte sirio cercaban la capital, y la suerte del heredero del clan Assad parecía echada. Fue entonces cuando Rusia, su aliado más poderoso, intervino por última vez: no para rescatar su gobierno, sino para garantizar su supervivencia.
La relación entre Rusia y Siria tiene raíces profundas, sembradas durante el mandato de Hafez Al-Assad, padre de Bashar, quien consolidó la alianza con Moscú en los años setenta bajo el paraguas soviético. Este vínculo se intensificó en 2015, cuando la intervención militar rusa inclinó la balanza de la guerra civil a favor del régimen de Assad.
Mientras tanto, el silencio de Rusia sobre su huésped es ensordecedor. Las imágenes de rebeldes sirios explorando las mansiones de Al-Assad, repletas de autos deportivos y bolsas de diseñador, son un recordatorio visual de su caída. En contraste, Moscú ha sido cuidadoso de no mostrar al exlíder en público, como si esconderlo fuera clave para borrar el rastro de su apoyo a un dictador cuya derrota se presenta como fracaso personal de Putin.
Sin embargo, hay una pregunta que permanece flotando: ¿cuál será el legado de Bashar al-Assad en una Rusia que lo acogió por necesidad más que por lealtad?
El futuro de Bashar al-Assad parece condenado a la invisibilidad. En Moscú, donde ha encontrado refugio bajo la protección de Putin, el exlíder sirio enfrentará una existencia marcada por el aislamiento. No habrá cámaras, ni declaraciones públicas, ni opulencia exhibida. Lo espera una vida cuidadosamente diseñada para mantenerlo fuera del radar, vigilado constantemente por los servicios de seguridad rusos. Para muchos, esto es el final inevitable de una carrera política que combinó autoritarismo implacable con una incompetencia estratégica que terminó por marginarlo del poder. (Infobae)
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