Si las casas de apuestas hubiesen abierto una posición para adivinar el momento de la caída del primer ministro francés, Michel Barnier, el premio se hubiese repartido de manera más que socializante. Toda una paradoja para el presidente Emmanuel Macron, que odia tener que pensar en una cohabitación con cualquier cosa que huela, siquiera, a izquierda, aunque todo indica que ahora estaría condenado a rendirse ante la evidencia y dejar de desconocer el resultado de las urnas.
La crisis que afecta a Francia no es nueva. Se viene cociendo desde hace décadas. Pero fue bajo la batuta de Macron, en el Elíseo, desde el 2017, cuando todo comenzó a descuadrarse por errores de diagnóstico y fallas groseras en el tratamiento, o sea, en las políticas adoptadas.
Del aclamado estado de bienestar que caracterizó a la V República, con el sello de Charles de Gaulle, solo queda el recuerdo. De la grandeur con la que los franceses andan por el mundo, apenas un cúmulo de apellidos ilustres y una historia envuelta en una nostalgia que Charles Aznavour no llegó a inmortalizar con su voz.
Ni la pomposa reapertura de la catedral de Notre-Dame, con la que Macron buscó reparar públicamente su figura, alcanza. El fa sostenido de sus campanas, nuevamente sonando, obedecían a la celebración, más por culpa del contexto político bien podrían prestar a confusión. Más cuando el que eclipsó el evento fue el mismísimo Donald Trump, arquetipo de esa dinastía d nuevos líderes a los que se los rotula en la ultraderecha.
Cuando en Francia no se rebela la banlieue, se envalentona la Asamblea. Si a eso le sumamos la predisposición al error de monsieur Macron, es lógico que la crisis se agudice de manera recurrente.
Fue la pésima performance del gobierno en las últimas elecciones europeas la que había llevado a Macron a convocar a elecciones legislativas anticipadas. Bastaba con ojear las encuestas para entender que aquella medida era la de un bombero que buscaba apagar el incendio con un lanzallamas.
Así y todo, el presidente convocó a las urnas en el mejor momento histórico de la ultraderechista Agrupación Nacional (RN), que pudo haberse impuesto en aquellos comicios si no fuera porque al sistema político francés todavía le funcionaron los anticuerpos para frenar el acceso del neofascismo al poder.
Ese escenario había obligado a todo el arco progresista a llevar adelante su empresa más difícil: unirse en una sola lista, la que terminó venciendo por escaso margen. Pero, claro, el inquilino del Elíseo no era otro que Macron y esa patología todavía no tiene cura. Mucho menos científicos que se dediquen a investigarla. La tradición, desde 1958, indicaba que el que ganaba las parlamentarias formaba gobierno. El problema es que el presidente no es un hombre muy apegado a las tradiciones.
Mejor dicho, el único rito al que es proclive es el del ajuste fiscal, basado en un recorte brutal de gastos, con reforma de la seguridad social incluida, que lo fue acorralando cada día un poco más hasta dejarlo expuesto en las encuestas. Cada vez son más los franceses que, en sintonía con la líder de RN, Marine Le Pen, se expresan a favor de adelantar las elecciones presidenciales previstas para el 2027.
La urgencia ahora es tratar de formar un nuevo gobierno. Macron advirtió que no se haría cargo “de los errores ajenos”, o sea los de Barnier, y prometió gobernar hasta el último día de su mandato. Una declaración que se escuchó más como un feroz síntoma de debilidad que como una promesa.
Entre los posibles candidatos a reemplazar a este exnegociador del Brexit en la Unión Europea, cuyo gobierno resultó ser el más breve desde 1962, figuran solo viejos conocidos, como el caso de François Bayrou, excandidato a la presidencia en 2012 y 2017 y exministro de Justicia, en medio de una lista de centristas y derechistas que, desde el arranque, son rechazados por la izquierda que controla uno de los tres tercios en las que se distribuye la Asamblea.
A la hora de tener que habilitar un gobierno de izquierda, el presidente teme que se desbanden las finanzas con un aumento de las pensiones y del salario mínimo. En las últimas horas del pasado viernes, dio señales de rever esa postura al reunirse en el Elíseo con el líder del Partido Socialista, Olivier Faure, para explorar un camino que se ajuste a la realidad política actual. Al menos hasta julio o agosto próximos, cuando se podría convocar a nuevos comicios legislativos.
Por ahora lo concreto es que la crisis social y económica tiene a Francia en el ojo del huracán y, por default, agudiza un poco más el panorama en Europa, teniendo en cuenta que uno de sus socios principales, abanderado en primera fila de extender la guerra en Ucrania y opositor acérrimo al acuerdo que viene de firmar la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen, con el Mercosur, no logra salir del atolladero.
Muchos se preguntarán cómo llegó Macron a ser reelegido en el 2022. Ya por entonces, los análisis más certeros lo circunscribían a la crisis de representación y a la falta de figuras de peso. Algo que viene afectando a la política (francesa, en este caso) desde aquellas, por demás grises, presidencias de Nicolas Sarkozy y François Hollande.
Nada nuevo. Hasta aquí, los anticuerpos han logrado frenar el acceso al poder del lepenismo. Convertido en el deporte preferido de los franceses en cada elección. Por lo visto ahora, los tiempos se agotan y la mala praxis, al igual que el avance de la macronitis, se vislumbran como el capítulo local en eso de poseer un sistema político paupérrimo y en franca decadencia hasta ser funcional a los planes de esa ultraderecha que avanza sin cuartel con ansias de conquistar la hegemonía planetaria. En ese caso, se entendería mejor por quién doblan las campanas en Notre-Dame.
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