Dicho está que no es tiempo de ideologías. Hace años ya que la política ha tomado otro cariz. Priman los intereses y son los grupos económicos los que pautan las agendas públicas. Basta con revisar el derrotero de diferentes gobiernos, que llegan mediante ofertas electorales con etiquetas de “derecha” o de “izquierda”, para luego confluir en el mismo terreno, donde solo se escuchan relatos disímiles y se cosecha un monocultivo: la frustración.
Emmanuel Macron, el presidente francés, y su confusión a la hora de gobernar, aparece como el último grito de la moda. Cuando todo parecía indicar que debía llamar a formar gobierno al frente progresista que viene de imponerse en las elecciones, el presidente se inclinó por un negociador, hecho y derecho, el excomisario europeo Michel Barnier. Un hombre de centroderecha que de inmediato decidió coquetear con el lepenismo, ungiendo en el Ministerio del Interior a Bruno Retailleau, un antiabortista hecho y derecho.
En España, a Pedro Sánchez le gusta jugar con fuego. Le encanta la osadía mucho más que los textos de doctrina política. Dicen quienes lo conocen que se le da bien el plagio. No solo de tesis y de monografías universitarias, sino también de relatos políticos. Por eso juega a ser de izquierda, para luego salir de la mano de los nacionalismos hasta meterse en un berenjenal que lo tiene severamente cuestionado por la opinión pública y por algo parecido a eso que se insiste con llamar justicia. Solo lo salva la carencia absoluta de una oposición de fuste, como suele ocurrir en otros Estados. Y es que la crisis que atraviesa la política, en cuanto arte de lo posible, tiene su epicentro en la carencia de materia gris de sus intérpretes.
De ahí que el bueno de Pedro Sánchez se enfrasque en estériles debates con el presidente argentino, Javier Milei, y copie frases, gestos, poses de un peronismo en caída libre en su tierra natal que, paradójicamente, encuentra un futuro previsible como materia de exportación.
Tierra promisoria la Argentina. Otrora “granero del mundo”, cantera de grandes futbolistas, un par de milagros, como Borges, Piazzolla o Messi, y no mucho más. Mientras Milei se desespera buscando que ingresen divisas a una economía en franca bancarrota, lo único que aparece en el horizonte es la posibilidad de exportar peronismo.
Ya no se puede vender al mundo lo que el desaparecido cantante y cineasta Leonardo Favio le propuso alguna vez a Domingo Cavallo, exministro de Economía de Carlos Menem (1989-1999): pagar la abultada deuda externa con lo que “más y mejor produce el país: mermelada de boludos…”.
La evidencia de que los boludos crecen como la quinoa, ya no es suficiente como materia prima exportable. Se vieron devaluados tanto como el peso argentino. Y es que la competencia internacional es, desde un tiempo a esta parte, más que feroz.
Ahora solo queda el peronismo, obra maestra del populismo, justo cuando el mundo necesita letra, ejemplos, una base argumental, un guion que sea adaptable a cualquier circunstancia, para seguir funcionando con una mínima escenografía de que el devenir se ajusta a una doctrina.
A nadie puede sorprender, que el propio Milei, Libertario de la Escuela Austriaca, sea también un peronista, aunque todavía no se haya dado por enterado. Pero el peronismo es como el tango, “te espera…”.
El primer golpe de efecto en esto de exportar peronismo tuvo lugar el 13 de marzo de 2013, cuando los católicos del mundo ungieron a un militante peronista como el Papa número 266. A partir de ahí, los caminos se fueron abriendo como las aguas del mar bajo el imperio de Moisés, que, por qué no, también hoy podría autopercibirse peronista.
Después de todo, el alma mater del peronismo, el general Juan Perón, había dicho que “los hay de izquierda, los hay de derecha, pero todos son peronistas”. Y no se equivocó porque hay un peronismo para el bolsillo de la dama y otro para el bolsillo del caballero.
De no haber sido así, Cristina Kirchner no hubiese podido autopercibirse una Rosa de Luxemburgo de la posmodernidad, después de militar en sectores mucho más conservadores dentro del peronismo.
Ejemplos como el de ella cunden. Y eso es, precisamente, lo que entrevén en la doctrina tipos como Sánchez o Macron. A nadie debería extrañar, entonces, que la viuda expresidenta argentina hubiera celebrado en su momento la aparición de Donald Trump (“un empresario al servicio de los intereses nacionales”, como lo había definido en privado). Y es que el peronismo es una marca fácilmente adaptable en estos tiempos de autopercepción.
Es cierto aquello de que con cada crisis suele surgir una oportunidad. Y es ahí, donde no pocos países de Occidente, mientras se consuma la derrota del bloque —tal como viene de vaticinarlo el historiador Emmanuel Todd en su último libro La Défaite de l’Occident» (ediciones Akal)—, escasos todos de ejemplos a seguir en materia de populismo, tienen en el peronismo un recurso a la mano. Y, de paso, la Argentina, la tierra de la crisis perpetua (con un 52,9 % de la población activa debajo de la línea de pobreza), por fin encontró algo exportable, que no sea soja ni futbolistas. Algo con lo que tranquilamente puede conquistar el mercado global, luego de corroborar que la boludez como commodity ya no es un gran negocio.
Sudamérica y las cumbres mundiales
Por Francisco Trejo
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