¿Cómo solemos los mortales interpretar el término “derecho”? Los tuyos, los del prójimo, los nuestros y los míos. Los derechos. Esa pregunta formulada a gente normal podría estar de más, pero cuando se observa la Venezuela de Nicolás Maduro, la pregunta cobra suma importancia.
Este hombre que está a un paso de ratificarse como lo que se vislumbra desde el 2014, ser un presidente de facto, nos tiene acostumbrados a tamañas salidas argumentales, diatribas conceptuales e idiomáticas dignas de una comedia, si la cosa no fuese tan grave, que nos lleva a pensar cómo interpretará él, el término “derechos”.
Y es que, por momentos, nos entusiasmamos con pensar que ahí podría estar el verdadero problema en materia de derechos humanos en ese país, que en el pasado llegó a ser la democracia más sólida de América Latina. Cuando Maduro escucha ese concepto podría llegar a creer que “los derechos” son “seres de derecha” y ahí la emprende contra todo lo que huela a opositor.
De ahí las denuncias que pesan sobre su gobierno en cuanto a desapariciones forzadas, torturas, crímenes en protestas y fuera de ellas, que pueblan archivos en diversos organismos internacionales. Las mismas que se fueron incrementando desde las elecciones del pasado 27 de julio.
Para esos menesteres cuenta con Diosdado Cabello. Tanto en el ayer del chavismo como en este presente convulso que lo obligó a sincerarse al máximo, hasta volver a situar al heredero militar de Hugo Chávez, nuevamente, al frente del Ministerio de Interior, (in)Justicia y Paz (lo que escasea por estas horas), como un mensaje a propios y extraños de que al régimen le llegó la hora de abroquelarse y endurecer el aparato represivo que el “número 2” del poder controla sin reparar en leyes, ni escatimar en organizaciones castrenses o paramilitares.
Una conducta digna de militares de otras latitudes y de otras épocas más sangrientas. Porque Diosdado, al final de cuentas, es militar, aunque nunca pasó por West Point ni por la Escuela de las Américas en Panamá, ni fue adoctrinado por los militares franceses veteranos de Argelia, los tres reformatorios de tácticas de exterminio como tantos cientos de represores sudamericanos en los años 70. Mamó de otras fuentes ideológicas, aunque a la hora de retener el poder, no parece dudar el camino a seguir.
Siempre es bueno recordar que la violación de derechos humanos es un delito imprescriptible para la Justicia Penal Internacional, y en Venezuela se transgreden a diario. Una demostración palpable de que esos derechos no tienen dueño ideológico alguno. No son un patrimonio exclusivo de los discursos de “izquierda” ni del liberalismo filosófico. Son universales y su violación sistemática obedece a metástasis de un cáncer recurrente que suele invadir a los totalitarismos, vengan de donde vengan.
En las últimas semanas, se reportaron al menos 15 desapariciones, más de 20 asesinatos y más de 1.700 detenciones arbitrarias. Números típicos de cualquier dictadura sudamericana en los tiempos de la Guerra Fría.
La llegada (o sinceramiento) de Cabello a esa cartera es la prueba de que el régimen está jugado. Parece intentar una fuga hacia adelante, concretando la suma del poder en manos del denominado “Grupo de los Cinco”, al que los dos jerarcas pertenecen junto a Cilia Flores, la primera dama, y “los hermanos Pimpinela del chavismo”, Delcy y Jorge Rodríguez.
Así las cosas, con una comunidad internacional que hace de la tibieza su mayor arte, no se avizoran vientos de cambios, sino todo lo contrario. Al menos, deberíamos hacer un esfuerzo y abonar la esperanza de que alguien le explique a Maduro de qué hablamos cuando hablamos de derechos humanos. Y entretanto, rezar. Suplicar para alcanzar lo más difícil: que el exchofer de metro devenido en mandamás sin actas a la vista logre convencer a su “enemigo íntimo”, Diosdado, que retenga el mazo de su programa de televisión y que abandone para siempre la picana eléctrica y qué él logre convencerse algún día, finalmente, de que se trata de la libertad y no de fascistas irredentos.
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