El escenario era, y seguirá siendo, tétrico ya de por sí. Una ciudad en ruinas en luto constante, Gaza, desde que la memoria comienza a confundir las ideas y donde cada vez menos queda en pie. Ese fue el escenario en el que Mohammad Abu Al Quimsan, recibiría la felicidad más grande de su vida: su esposa, Jumana, venía de dar a luz dos días antes al niño Aysal y a la niña Aser, gemelos.
Dos días y algunas horas más en que Mohammad los había ocupado exclusivamente en cuidar y abrazar a su esposa, experimentar con sus hijos en brazos y en partir, esa mañana, raudo, a inscribir los nacimientos en el registro civil. Solo aquella premura por tener en sus manos los certificados de nacimiento le salvó la vida. En ese lapso en el que recorrió, pletórico de felicidad, las pocas calles que separaban su casa, en el centro de Gaza, de la dependencia oficial, su vida se derrumbó sin atenuantes.
Le avisaron por teléfono que su casa había sido alcanzada por los bombardeos de las fuerzas armadas israelíes y los tres integrantes de su familia formaban ya parte de la lista de 23 muertos bajo las bombas a plena luz del día. Mohammad rompió en llanto, se descompuso ante las cámaras de los medios internacionales que aún permanecen en territorio palestino y se quedó con los dos certificados de sus hijos en la mano como todo armamento y futuro.
La barbarie israelí no cesa. El blanco siguen siendo los indefensos habitantes de Gaza en primera línea de fuego y no Hamás. Siguen adelante, con esta, la versión inconsciente de buena parte del pueblo hebrero con la que pareciera querer saldar a su favor los horrores imborrables del Holocausto. Mientras, la Comunidad Internacional (con epicentro en Washington), “muy bien, gracias…”.
No hay nada que justifique esos ataques. Ni el accionar — casi siempre funcional a los intereses de “Bibi” Netanyahu y la extrema derecha israelí— de Hamás, ni el interés en esos territorios por parte de Israel. Ofensivas militares como estas, sobre habitantes indefensos, solo constituyen una cantera inacabable de odio, sed de venganza e, inapelablemente, más muerte.
Basta ponerse en la piel de Mohammad, tan solo por un instante. Verlo posar ante las cámaras con los dos certificados de sus hijos muertos y recordando a su esposa, farmacéutica de profesión, con su rostro cubierto en lágrimas y su corazón hecho añicos como los restos del edificio que se observan de fondo, para llegar a leer en esa imagen su futuro.
No se necesita ser adivino ni tarotista en Instagram para saber qué destino le espera. O al menos lo que uno, que siempre bregó por la paz a como de lugar, haría si pudiese mimetizarse en Mohammad por un solo instante y sentir en la piel cómo de un bombazo lanzado con el goce belicista de los atacantes en medio de una lúgubre orgía de muerte, le arrebatarán lo más amado, hasta dejarlo sin nada.
Tal vez, un solo camino es el que parece haberle quedado a Mohammad. Un campo clandestino de entrenamiento militar en Siria o en Irán es el ingreso irreductible a una estructura armada donde canalizar su dolor y buscar la forma de encausar su ira por el sendero interminable de la violencia.
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