Issac Chalén tiene 13 años y se alista para su primer día de escuela. Su uniforme está impecable, sacude los zapatos deportivos negros, toma un bolígrafo de una antigua mochila y camina con prisa hacia el colegio. Está contento. Tiene la seguridad que esta ocasión terminará el año escolar. No es que antes no hubiese querido, le gusta escribir y se enorgullece cuando dice que es bueno en matemáticas. Pero hasta ese día, la comuna donde vive, llamada Punta de Piedra, no había tenido una escuela y las dificultades para llegar a la más cercana ha provocado que nueve de cada 10 niños abandonen el sistema escolar. Son pocos los jóvenes que han terminado el bachillerato. Se pueden contar con los dedos de las manos. Y quienes lo han logrado ha sido sacrificando separarse de las familias para vivir en Guayaquil, reseña El País de España.
Para llegar a Punta de Piedra hay que tomar un bote desde el sur de la ciudad y navegar por el río Guayas con rumbo al Pacífico. El tramo dura una hora y media, aunque depende del motor de la lancha. Los primeros habitantes de Punta de Piedra fueron recolectores de cangrejo que llegaron hace 80 años, levantaron unas cañas, pedazos de madera, paja y zinc en un pedazo de tierra que estaba rodeado de manglar y río. Era el lugar ideal, porque significaba vivir justo al lado de los manglares donde atrapan los cangrejos. Pensaron que con el tiempo iban a tener los servicios modernos y necesarios, como electricidad, agua potable y la señal de teléfono. Pero décadas después continúan careciendo de lo básico, pero ya no son un puñado de cangrejeros, sino 150 habitantes. La mayoría son menores de edad.
Hasta antes de que se les cumpliera el sueño de tener una escuela, Issac y otros 80 niños que están en edad de escolaridad, debían viajar media hora en canoa desde Punta de Piedra hasta otra comuna llamada Masa 2, donde hay dos salones con sillas y mesas vetustas, en las que un centenar de infantes estudian de forma intermitente. “No podíamos ir a clases todos los días porque no siempre hay canoas para salir de la comunidad”, dice Issac, y recuerda que muchas veces el pequeño bote en el que viajaba estuvo a punto de virarse con todos los niños a bordo, que iban hacinados en un intento de cumplir con ir a clases. Además, con el paso de las semanas, el entusiasmo de todo inicio de año escolar se disipaba debido a la pobreza y la desilusión de que no siempre las maestras llegaban a la escuela a trabajar, y los estudiantes se quedaban solos en el salón. “A un padre le cuesta tres dólares diarios por niño pagar el transporte, aquí hay familias que tienen hasta cinco hijos, era imposible”, explica Agapito Vidal, presidente de la comuna. Así, al final de cada año, el 90 por ciento de los alumnos matriculados, terminaban desertando, reconoce la subsecretaria de Educación, Daniela Febres Cordero. De las 24 comunas que están en el Golfo de Guayaquil, Punta de Piedra es una de las que tiene más habitantes. “Lo lógico es que aquí haya una escuela para reinsertar a los niños al sistema escolar”, añade.
Rigoberto, de 35 años, mira por la ventana del salón recién inaugurado a su hijo de cinco años. “Está alegrísimo jugando, es el primero de la fila, el que está con los bloques: Axel Solórzano”, lo señala para identificarlo. “¡Axel, saluda mi amor!”, le grita para llamar su atención y el niño solo esboza una sonrisa y le devuelve el saludo con la mano para regresar a jugar con los bloques. “¿Qué nos íbamos a imaginar que nosotros podríamos jugar con esos juguetes?”, dice Rigoberto con una risa que mezcla inocencia y nostalgia. “Cuando éramos niños jugábamos a recoger los cangrejos y los pescados. Ayudamos a remar las canoas en la faena. Eso es lo que aprendimos”, relata y es lo que le ha enseñado también a su hijo. “Papá yo los amarro, me dice mi hijo. Y es lo único que yo puedo enseñarle porque no terminé la escuela”. En Punta de Piedra todos los hombres se dedican a recoger cangrejos, ninguno terminó la escuela. La mayoría llegó hasta un tercer grado, aprendieron a leer lo básico, escribir el nombre y los números, y no continuaron. Axel a sus cinco años ya ha participado de las faenas, ha remado el bote hasta la orilla de las enormes raíces del manglar, vestido con botas de caucho y tapado todo su cuerpo con ropa, sin dejar un espacio de piel para que no lo piquen los enjambres de mosquitos.
Los comuneros de Punta de Piedra trabajaron ocho meses removiendo la tierra con pico y pala donde levantaron los primeros cuatro salones de clases. Esta escuela era la última esperanza para algunas familias antes de decidir migrar de la comuna. Quieren un futuro diferente para los niños, y alejarse de la inseguridad que también amenaza a las comunidades del Golfo. Sobre ese tema nadie quiere hablar. Al preguntarles, guardan silencio de inmediato y la conversación termina. Las autoridades tienen identificados a los grupos criminales que siembran terror en las comunidades a través de amenazas y extorsiones. Conocen que todos los pescadores pagan las vacunas (extorsiones), pero justifican no tener el control de la seguridad del Golfo porque no tienen los recursos suficientes para monitorear el extenso río Guayas. Los criminales llegan como piratas armados y en lanchas más rápidas que las que tiene la Marina de Ecuador. Indefensos y con incertidumbre, cerca de 30 personas han abandonado sus casas, las redes y las canoas y se han ido de Punta de Piedra. Para los que se han quedado, la escuela es una señal de que todavía pueden cambiar el futuro, al menos eso quieren creer los adultos que tienen ese brillo en los ojos de quien quiere romper a llorar. Los estudiantes impacientes cortaron el listón y corrieron a sus nuevos salones coloridos, con pizarrón, libros y donde había maestros esperándolos.
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